CAVAR
Sería
más fácil utilizar el infinitivo como presente, saltarse las reglas
gramaticales del ahora, aunque sea para sentirse como los doblajes de los
indios en las películas del far west americano. Pero debo usar el presente en
la acción que me preparo a describir. Se dice por ahí que “los experimentos,
mejor con gaseosa”.
Abro
la cancela que separa mi patio de la pequeña huerta, cuya tierra fértil se
expande bajo mis botas de agua grisáceas, adornadas con unos diminutos lunares
blancos. Observo que los tréboles han colonizado parte de ella y se alzan
altivos en su amarillo esplendor, y también los tréboles de doble pétalo,
cuando ya parecían extinguidos, cobran auge.
Me
dirijo al pequeño cobertizo donde guardo una azada añeja, de mango de castaño,
ligera y ágil, indiferente al paso del tiempo y especialmente a los dolores de
mis articulaciones. Se halla colocada junto a otros aperos de labranza:
rastrillos palas y paletas. La “encavó” mi padre, lijó sus pequeños salientes
pacientemente, ¡qué buen artesano era!, para que no hiciera daño a mis manos.
Poco
a poco me curvo sobre la tierra húmeda, hiendo la azada cual si fuera un
guerrero en la batalla y poco a poco tallo un surco, que se abre como una
herida en cuya base deposito las semillas al abrigo del camellón, una hilera de
zanahorias, otra de cebollino… Cavo y coloco los pimientos que ya imagino rojos
y crujientes en mi plato.
Cuando
tropiezo con alguna piedra parece que la azada se doliera del golpe y emite un
sonido, un clin metálico que se difunde, como eco sin retorno, por toda la
huerta. Por eso, procuro apartarlas para que no entorpezcan el casi silencio
que me envuelve.
La
vida de los pequeños bichos bulle a mi alrededor y mi gato, Lorenzo, intenta
atrapar los caballitos del diablo, los cigarrones y hasta mira atento a una
mariquita que se ha colocado sobre la hoja de una col erguida junto a uno de
los laterales, cercana al muro de piedra donde descansan las vides.
Cavo,
escardo y extirpo los hierbajos que se entremezclan con mis preciadas fresas,
mis cebollas y mis claveles y porque amenazan con engullirlos sin su permiso ni
el mío. Me siento una Atila herbicida azada en mano y hoy, Domingo de Gloria,
cavo y cavo.
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