Lila y los mediocres
(Relato de un antirrelato)
Aquella mañana Lila decidió pasar
por la cafetería de la estación de trenes a tomar el primer café del día. Era muy temprano y el cielo dejaba ver aún
algunas estrellas difuminadas por una leve claridad, preludio de que el sol haría pronto su
aparición.
Al llegar a la puerta principal,
por donde a esa hora tan temprana, entraban y salían los viajeros con sus
bártulos y la mayoría de personas que, por una u otra razón acudían al lugar: (taxistas
para desayunar, oficinistas, personal de negocios cercanos a la estación…), justo en el momento en que la estaban
abriendo, se topó con un grupo variopinto de personajes sentados en el suelo,
muy juntos, para protegerse del frío mañanero, desperezándose para desentumecer
sus brazos y piernas, como si hubiesen
dormido toda la noche en ese rincón de la entrada del edificio. Sus ropas
arrugadas y algo sucias, pero de marca, el pelo enmarañado, las caras pálidas y descompuestas de todos ellos, hacían pensar, a
cualquiera que los observase, que estaban de amanecida, tras una noche de
fiesta loca.
Sentada en la cafetería, Lila disfrutaba
de su café, largo y amargo y al levantar la vista les vio en la barra: tres
hombres y una mujer. Tras recoger una bandeja, se dirigieron hacia las mesas y
ocuparon, precisamente, la que estaba
más cerca de ella. Pudo distinguir, por sus acentos, que procedían de diferentes lugares, y como
hablaban en voz alta, consiguió saber que uno de ellos, Ignacio era
cántabro, joven y aprendiz de escritor. Manuel,
el de acento canario, algo mayor que el resto, rondaba la cuarentena, también
era escritor y bastante parlanchín, con cierto prestigio entre la
intelectualidad literaria madrileña. Di
Maio, el argentino, no les conocía pero se les había sumado a la borrachera de
la noche anterior, proporcionándoles cierta
cantidad de coca para seguir la fiesta hasta el amanecer, y Tania la única
mujer del grupo, madrileña, joven, delicada y elegante parecía la novia o ligue
de Manuel por los arrumacos y miraditas que se traían entre ambos, ante la
sorpresa de Ignacio que les observaba desconcertado puesto que toda la noche Manuel
le estuvo insistiendo en que se tirara a la puta de Tania., que a él le gustaba
ver como los demás disfrutaban de una fulana “que sí chico, que he contratado
sus servicios” –le susurraba.
Di Maio les pedía sus correos
electrónicos y números de teléfono, no quería perder el contacto con gente tan
divertida y posibles clientes mientras repetía
una y otra vez,
“¡tenemos que repetirlo, chicos!”
El tren para Bilbao salía en diez
minutos e Ignacio comenzaba a despedirse, miró a Tania y guiñando un ojo le
dijo –espero revolcarme contigo otra vez, pero me invitas a tu casa, nena. Ella
le sonrió con ojos tristes y gritó a
medida que enrojecía su rostro, “¿hasta cuándo tendré que seguir interpretando
el papel de puta de noche para inspirar al cretino y mediocre de mi novio?”, al tiempo que se levantó, recogió el bolso y
salió con toda su elegancia y delicadeza
lo más rápido que pudo.
Manuel les miraba con un placer
indescriptible mientras urdía otro plan para el siguiente capítulo.
Lila decidió dar un paseo antes
de llegar a casa, “vivir el día un poquito”, -pensaba. Luego descansaría, para poder afrontar la noche larga y tediosa en el club
de alterne donde trabajaba desde hacía
años, y aguantar a todo tipo de hombres incluso a los mediocres y cretinos
escritores.
La estación
(Antirrelato)
Una noche muy
nocturna previa a una matinal mañana de domingo había, en las puertas cerradas
a cal y canto de la estación de trenes de ferrocarril de Chamartiín, un
argentino, un canarión, un cántabro y una puta. El canarión llamado Casto Gozoso,
dormía la mona que se había cogido tomando copas de vino, al alimón, con el
cántabro, en cantidad aproximadamente parecida al caudal en tres minutos del
Manzanares.
Cuando se despertó
el canarión que se había residenciado durante algunos tiempos en el
"chicharro"
dijo, así, a bote pronto: - creo que el conejo me riscó la perra.
El argentino, con su
labia lengual providencial, le dijo: - voludo, aquí el único conejo ya sabemos
quién lo tiene; ¿ soñaste con esta señora, pelotudo?
La puta, de público
mal vivir le espetó de manera ostentorea: - Mira cabrón, habrá soñado con el
coño de la bernarda, o séase, a lo peor, tu madrecita, mamón -.
La noche se echaba
bien acostada sobre el preámbulo de la estación. A todo esto, el cántabro, que
no decía ni pío, escribía un relato corto, esperando tomar el tren hacia
Bilbao, mientras se comía un sonado sobao. El cántabro que era negro como la
tinta de los calamares marinos, había ido a Madrid al homenaje del bastante
bueno director de talleres de relatos, Castro Gozoso. Ambos se fueron de juerga
y conocieron a la puta que era algo coja y muy de Noja.
Por fin el ranchito
nocturno se fue acostando cada vez con sueño. La puta roncaba al son del ritmo
que imponían los tosidos cosidos del argentino. El cántabro ponía punto final
al fin de su último relato, sobre un argentino, un canarión, un cántabro y una
puta.