Santiago Gil
jueves, 24 de junio de 2010
Por si amanece y no me encuentras
Santiago Gil
lunes, 14 de junio de 2010
Bilbao - New York - Bilbao
Se parecen en los anillos. Si hiciéramos un corte horizontal a un árbol veríamos sus anillos en el tronco. Un anillo por cada año transcurrido, es así como se sabe la edad del árbol. Los peces también tienen anillos pero en las escamas. Y al igual que sucede con los árboles, gracias a ellos sabemos cuántos años tiene el animal.
Los peces nunca dejan de crecer. Nosotros no, nosotros menguamos a partir de la madurez. Nuestro crecimiento se detiene, y los huesos comienzan a juntarse. El cuerpo se encoge. Los peces, sin embargo, crecen hasta que se mueren. Más rápido cuando son jóvenes y, a partir de cierta edad, más lentamente, pero sin dejar nunca de crecer. Y por eso tienen anillos en las escamas.
El anillo de los peces lo crea el invierno. El invierno es el tiempo durante el cual el pez come menos, y el hambre deja una marca oscura en sus escamas porque su crecimiento es menor durante esta época. Al contrario que en verano. Cuando los peces no pasan hambre, no queda ningún rastro en sus escamas.
El anillo de los peces es microscópico, no se ve a primera vista, pero ahí está. Como si fuera una herida. Una herida que no ha cerrado bien.
Y como los anillos de los peces, los momentos más difíciles van marcando nuestras vidas, hasta convertirse en medida de nuestro tiempo. Los días felices, al contrario, pasan deprisa, demasiado deprisa, y enseguida se desvanecen.
Lo que para los peces es el invierno, para las personas es la pérdida. Las pérdidas delimitan nuestro tiempo; el final de una relación, la muerte de un ser querido.
Cada pérdida es un anillo oscuro en nuestro interior.
viernes, 11 de junio de 2010
Todos somos culpables
Había una vez un cuentista que decidió ir a cobrar sus cuentos después de largos meses de espera. Desgranó todo su talento y más, aquella noche famosa en la que se juntaron muchos de su mismo oficio. Noche blanca y fría, pues corría el mes de Noviembre y los administradores de la ciudad decidieron animar las calles y el comercio con variados espectáculos, resultando todo un éxito ya que la gente acudió en masa e inundó la ciudad . Por supuesto que la prensa se hizo eco y contó lo sucedido: ¡un éxito sin precedentes! Todos quedaron contentos, los administradores, los comerciantes y la gente que disfrutó de los diferentes espectáculos.
Fueron pasando los días y el cuentista se frotaba las manos mientras pensaba, este mes cobraré y podré hacer frente a la Seguridad Social con más tranquilidad porque también podré pagar el alquiler del piso sin problemas. ¡Ay!, mis pensamientos parecen el cuento de la lechera, se decía para sí mismo. Y un buen día decidió acudir a la administración a reclamar en persona que le abonaran la deuda. Pero señor... ¿Es es usted consciente de los problemas que nos acucian?, tiene que tener paciencia, al fin y al cabo todos somos culpables de la situación por la que está atravesando el país, le recriminó el funcionario que le atendió. El cuentista abandonó el lugar y en su cabeza daban vueltas algunas preguntas sin respuesta: ¿Seré culpable de haberme afiliado a la Seguridad Social y no trabajar en negro?, ¿Seré culpable de que me descuenten el 15% en cada factura?, ¿Seré culpable de ganar lo justo para ir tirando?, ¿Seré culpable de no ser médico, catedrático, controlador aéreo, banquero, accionista de una petrolera? ¿Seré culpable?
N.R
viernes, 4 de junio de 2010
Carta de una desconocida
Era un pliego de unos veinticinco folios escritos precipitadamente con letra femenina, desconocida y nerviosa; más que una carta parecía un manuscrito. Palpó de nuevo el sobre, instintivamente, por si encontraba alguna nota aclaratoria. Estaba vacío. En él no había más que aquellas hojas; ni la dirección del remitente ni tan siquiera una firma. Qué extraño, pensó, y cogió nuevamente la carta. <>, ponía como encabezamiento, como si fuera un título.
Perplejo, se planteó: ¿Iba esto dirigido a él o a una persona imaginaria? De pronto se despertó su curiosidad, y empezó a leer:
Mi hijo murió ayer. [...]
Stefan Zweig