Pasear por las salas de las civilizaciones extinguidas de un museo es leer un libro de misterio: relatos inesperados, protagonistas legendarios... Aunque los museos son ahora tan populares que los visitantes se agolpan entre los ajuares mesopotámicos y los sarcófagos egipcios -hasta se apoyan en ellos para hacerse la foto- o comen un sándwich en la gran rotonda presidida por Asurbanipal. En medio de ese ruido, las historias intensas que vienen de otro tiempo dejan de oírse: la lectura necesita sosiego.
Lo encuentra no muy lejos, en la cafetería. Allí, un joven de apenas trece años lee ensimismado un libro que apoya sobre la mesa. No consigo descifrar el autor ni el título: da lo mismo. A esa edad se lee todo lo que cae en las manos porque sobra la curiosidad y el tiempo corre lento -"trece años aún", ha pensado quizás con fastidio esa misma mañana al levantarse y recordar la obligada visita al museo.
Sentada frente a él, su madre -debe de serlo, pues comparten el idéntico perfil elegante- se concentra en la taza de té: no le interrumpe. Ha debido de arrastrarle hasta las salas, pienso de pronto, en medio de su lectura de verano que, como ocurre en la adolescencia, atrapa igual que las urgencias del amor: no es posible dejar de leer. Han debido de pasear por las salas que el joven, seguro, ha mirado sin prestar atención, con el pensamiento fijo en el libro dentro de la mochila, la única vida real mientras duran las páginas. Lo demás, lo que ocurre fuera del texto, es solo un trámite incómodo: dormir porque hay colegio a la mañana siguiente, la hora de comer, apagar la luz cuando nos llaman la atención en casa -quién fuera mayor para poder pasarse la noche leyendo...-. Es igual que el mundo fuera se derrumbe. Es igual que se derrumbe dentro -y sucede con frecuencia en la juventud: la lectura termina por acompañarnos en cada momento importante de la existencia, historias que nos hacen diferentes, vivir en tránsito igual que el niño del museo-. Ahí está, solemne, en medio de tantos turistas que comen sin prestar atención al joven lector cuyo gesto me ha devuelto a mis veranos de juventud: leer como si nos fuera la vida en ello.
Y nos va. Nos van las vidas que vamos viviendo, insomnio que nos corteja desde la infancia como un virus incurable. Luego, la edad pone orden en las lecturas -igual que en el resto de las cosas- y el tiempo echa a correr sin que nadie entienda cómo ha ocurrido. Los veranos se hacen cortos y las grandes novelas, las de muchas páginas que nos bebíamos de un trago, permanecen más rato en la mesilla. Miro de nuevo al niño que no ha apartado los ojos ni un instante de ese libro cuyo título no puedo ver y vuelven decididos los veranos largos de lectura incansable. Las páginas pasaban deprisa sin límite de tiempo ni de tema y siento una nostalgia agridulce hacia aquellos meses solo para leer. Los recuperaré este verano. Cogeré mis libros ya leídos y leeré hasta caer rendida, como entonces; a destiempo, sin horario, sin prestar atención al mundo exterior aunque sea Egipto o Mesopotamia, igual que el joven lector del Museo Británico que levanta su libro de la mesa y se lo acerca al rostro. "Henry James", creo ver a punto de salir de la cafetería, dispuesta a volver a sumergirme en aquellas sesiones voraces de hace tanto. Leer como si me fuera en ello la vida.
Estrella de Diego
Publicado en Babelia, 14/08/ 2010
Premio Germán Sánchez Ruipérez de Fomento a la Lectura
Hacía algún tiempo que no paseaba mis ojos por café con Duende. Hoy me he encontrado con el último post que se ha colgado o subido o como sea. Y leyéndolo por un momento he viajado por mi adolescencia. Cierto, cierto, cierto todo lo que dice la autora. Felicidades para ella por el premio y por haber escrito algo tan sencillito pero tan lleno de verdad.
ResponderEliminarAh, sí aquellas noches en que uno leía sin parar hasta las tantas de la madrugada y, luego, por la mañana a clase, medio dormido, pero con una historia dándole vueltas en la cabeza. Qué maravilla.
ResponderEliminar¡Qué nostalgia!, sentirte "borracha" de lectura...
ResponderEliminarMe veo en la guagua de vuelta a casa pensando en dónde esconderme cuando llegue para que nadie me moleste y volar a la isla de Kirrín con Jorge y sus primos Julián, Dick y Ana y el perro Tim y vivir muchas aventuras y comer mermelada de jenjibre (que nunca sabía lo que era el jenjibre). Más adelante sufrir con Edmundo Dantés de esa manera tan tremenda, sentir la decepción y la insatisfacción en el amor de Enma Bovary.
Estupendo artículo el de Estrella de Diego.
¡Y qué misterio tenía la palabra jenjibre!, los viajes a la luna, al centro de la tierra y por el fondo del mar, cómo nos sentíamos transportados a mil mundos diferentes: maravilloso. Los sufrimientos vinieron un poco más tarde, sí con Dantés y tantos otros y otras. Qué maravilla era leer y qué maravilla es seguir leyendo.
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